Diez días de encuentro, esfuerzo y descubrimiento: un grupo de jóvenes peregrina hacia Muxía
Cuando el grupo se presentó en la cómoda plaza de la catedral de Santiago, no había ceremonias grandiosas, solo una promesa tímida dibujada en cada rostro: vamos a llegar, juntos. Eran 15 jóvenes llenos de energía, a veces demasiado, con ganas de comerse el mundo y, al lado, madres que conocían el terreno por el que sus hijos aún estaban aprendiendo a caminar. Dos misioneros, como faros sin pretensiones, les ofrecían un mapa humano: la ruta no era solo un sendero, era un espejo. Y así comenzó la travesía.
El primer amanecer trajo cansancio y risas, una mezcla que parece fácil de entender cuando se es joven, pero que requiere voluntad para sostener. El grupo avanzó por el casco antiguo de la ciudad, entre piedras milenarias y relatos que parecían susurros de otros peregrinos. Había preguntas en voz baja: ¿y si no puedo? ¿y si el cuerpo me abandona? Pero también había respuestas que nacían de la complicidad: una mano que se alarga para ayudar a subir una cuesta, un chiste preparado para el mal humor de la mañana, una mirada que dice “sí, podemos”.
La ruta los llevó hasta Finisterra, donde el horizonte parece tocarse con el Atlántico. Allí, entre salpicaduras de agua salada y el murmullo del viento, los jóvenes descubrieron que el esfuerzo no es solo físico; es también el destino del pensamiento. Cada kilómetro se convertía en una conversación: sobre sueños, miedos y dudas que, de pronto, ya no parecían tan grandes. Las madres, observando desde los bordes de las sendas, guardaban silencio para escuchar, y a veces interrumpían con un comentario suave: “¿Qué aprendimos hoy?”. Y la respuesta venía en forma de pasos firmes, de miradas que ya no titubeaban.
Muxía les recibió con su paisaje de acantilados y una calma que parece decir: aquí se paran las prisas. Fue un tramo que exigía paciencia, más que velocidad. La jornada dejó una sombra cálida de complicidad entre quienes compartían mochila, desayuno, secretos y el peso de una promesa que aún no tenía nombre. En cada pausa, un juego, una canción, una anécdota que devolvía la sensación de que, a pesar del cansancio, estaban haciendo algo que valía la pena.
Entre pueblo y ciudad, la ruta se convirtió en un hilo conductor de aprendizaje y descubrimiento: días de turismo en Santiago y A Coruña, donde el grupo conectó lo vivido con su entorno cultural, y aprendió a mirar con otra mirada los detalles cotidianos (las fachadas, las plazas, las historias que laten bajo cada esquina). En las charlas entre monumentos, aparecieron las primeras respuestas sobre qué significa la convivencia: escuchar sin interrumpir, apoyar sin juzgar, celebrar los logros ajenos como si fueran propios.
La llegada a la gran fiesta del peregrino, el día de Santiago, fue un crescendo de emociones. Las calles se llenaron de música, colores y aromas que recordaban que la ruta no termina en el final del camino, sino que se transforma en una memoria viva. Allí, frente a las miles de caras que celebran la vida de quien camina, el grupo se dio permiso para sentir: orgullo por lo logrado, nervios por lo que vendrá, gratitud por haber compartido este viaje con madres, con monitores y con dos misioneros que, sin hacer ruido, sostuvieron cada paso con una presencia constante.
El regreso a casa dejó varias cartas sin escribir; quedaron comunidades invisibles que se forman cuando seres tan jóvenes deciden ir más allá de sus límites. Para muchos, fue la primera gran experiencia de grupo en familia. Para otros, un despertar: si otros pueden, yo también puedo. Y, sobre todo, una certeza: la peregrinación, con su mezcla de esfuerzo, paisaje y compañía, no es sólo un recorrido físico; es la aritmética de una comunidad que aprende a sumar fuerzas para convertir cada roca en un peldaño